Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el género determina de manera fundamental la salud mental y también las enfermedades mentales. Por lo tanto la salud mental constituye un problema en sí mismo cuando en la misma proporción es estigmatizada, descrita y explicada a partir de roles culturales fijos donde existen responsabilidades y oportunidades específicas para cada sexo.
En el caso de la salud mental existen algunas creencias que conforman los estereotipos sociales de género que aprendemos y mantenemos en nuestro medio social, familiar y cultural que mediatizan la atención y son un problema debido a que complican la búsqueda de apoyo social, medicación, expresión emocional o el tratamiento temprano de enfermedades mentales.
Por ejemplo, es común identificar y asumir sin más los roles con los que interactúan hombres y mujeres en términos de creencias y con respecto a la connotación social que se tiene de la feminidad como característica de subordinación, emocionalidad, entrega, pasividad, seducción; mientras que la masculinidad presupone poder, propiedad, potencia hace que las consecuencias en términos de salud mental se vean afectado.
Según este modelo tradicional, las mujeres tienden a acudir más veces y antes a los servicios generales y también manifiestan más quejas psicosociales debido al rol de cuidadora derivada de estrés crónico, problemas de ansiedad y depresión en donde existe el estereotipo de que las mujeres se quejan demasiado, porque son más débiles y probablemente no estén realmente enfermas.
Por su parte, los hombres acuden con más frecuencia a urgencias o a los servicios hospitalarios ya cuando existe una enfermedad severa, no se permite que los hombres manifiesten su debilidad y les cuesta mucho más verbalizar sus quejas, en cuyo caso se tiene mayor prevalencia en trastornos de conducta, complicaciones de salud, mayor probabilidad de desarrollar personalidad antisocial, adicciones, accidentes automovilísticos y una mayor incidencia en conducta suicida.
En cuanto al mantenimiento de estereotipos de género masculino que afectan la salud emocional de los hombres pueden ser algunas de estas:
- Una necesidad de reconocimiento social, siempre en disputa.
- Condiciones de vida que los impulsa a la competencia y la demostración constantes de virilidad.
- Barreras culturales para enfrentar pérdidas, derrotas y vulnerabilidades.
- Una identidad que se sustenta en formas de relación basadas en la separación e independencia.
- La violencia como recurso legítimo para dirimir diferencias.
- El cuerpo vinculado a la sexualidad, la reproducción y sus posibilidades de poder.
- La huida y el escape como estrategias de afrontamiento (Guevara, 2005).
- Se les enseña a estar orgullosos de no mostrarse asustados, no expresar sentimientos de vulnerabilidad, no necesitar demasiado a los demás.
- Aprenden a distanciarse de tal manera de su vida emocional, que se vuelven incapaces de reconocer ciertos sentimientos aun cuando los experimenten y, por tanto, cuentan con pocas herramientas emocionales para superar sus limitaciones.
- Se relacionan con las mujeres bajo la necesidad de control, el temor de ser atrapados o manipulados por ellas y el miedo a no ser “suficiente hombre” (Guevara, 2005).
La autonomía, la independencia, el nivel cultural y la participación en la vida pública serían factores de protección para la salud de las mujeres; mientras que para los hombres lo serían liberarse de la carga de mantener el poder y la potencia, y acceder a la sensibilidad y a la afectividad, antes vedadas.
Al mismo tiempo, este modelo presupone una vulnerabilidad diferenciada para las mujeres, que se atribuye a la acumulación de roles antiguos y nuevos, acumulación que da como resultado la doble jornada laboral con carga monoparental en soledad o también conocida como jornada interminable. La sobrecarga resultante es mucho más grave cuando los recursos económicos son escasos, hasta el punto de que se reconoce como el primer proceso psicosocial determinante de salud en las mujeres. En cambio, para los hombres se mantienen los conflictos de pareja como primer proceso psicosocial asociado a la enfermedad.